MÁSCARAS DE LA FUNCIÓN

Delante de un espejo comenzó a desnudar su cuerpo y su alma. Su larga melena alcanzaba a acariciar su ombligo arrugado. Su piel era de cartón. Su mirada carecía del brillo de la curiosidad. Un solo detalle iluminaba el cuarto: su roja nariz de payaso. Nunca se la quitaba, ni siquiera para dormir. Una noche la perdió, pero bueno, esa es otra historia…

En el circo siempre era invierno. Caminando por su carromato de madera ensayaba un nuevo número, con tanta tragedia se veía incapaz de arrancar una sonrisa a un niño. Quería acabar con esta clase de vida. Treinta abriles, eternos y quebrados años despidiendo amigos, merendando geranios a bocados cuando no había más que echarse a la boca. Arañando el hielo de los cristales. Aullando de locura…

La pintura blanca arrugó su piel, hasta el punto de que en los surcos quedaban pequeñas manchas imposibles de borrar después de cada espectáculo. Manchas de colores y una pequeña lágrima azul bajo el ojo izquierdo.

Había aprendido a hacer mimesis de su propia vida. Parálisis durante horas ante una muchedumbre presurosa.

No había tiempo ni ganas para fabricar un amor después de cada tarde en el circo. Un mundo de magia irreal, de ilusiones y sueños que se desvanecían cada atardecer en el frio de su pequeño carromato. Varias veces había estado a punto de abandonarse al dulce sueño que le producían los gases de su estufa.

Pese a todo adoraba ese papel de fabricante de sueños, de marchante de sonrisas infantiles.

«¡Señoras y señores, niños y niñas, bienvenidos al maravilloso mundo del circo!».

El circo fue su existencia, su ruina, su única fuente de recuerdos. La noche eran olvido en su plenitud… Su cuerpo era mercancía, cada noche comenzó a vender cada pliegue, cada gota de sudor extenuante. Solo una condición: siempre con la nariz roja.

Tantos hombres llenaron de barro su carromato mientras su perro suspiraba en un rincón. Luego limpiaba con esmero cada rincón de su cuerpo y volvía a colocarse el disfraz azul y sus grandes zapatones dorados.

La luna estaba de un color rojizo, rodeada de un halo de incertidumbre mientras las nubes afiladas cortaban su rostro.

Sonrió observando la escena, bebiendo un té a sorbos pequeños. Unos golpes secos hicieron que se levantara de un salto. En la puerta aguardaba impaciente Teo, el trapecista. Aquel chico tímido por el que tantas tardes cruzó los dedos.

—¿Cuánto tiempo me dedicará tu cuerpo?—musitó Teo.

—No hay minutos para nosotros… el tiempo ahora es sólo tuyo.

Y sobre la cama deshecha se entregaron a los juegos del amor. La nariz de payaso se deslizó entre las sábanas y los rayos de la luna eterna iluminaron su perfil ardiente. El sudor derritió los restos de maquillaje, se abrazaron, se mordieron. Bebieron el elixir prohibido y exploraron cada monte y cada llanura; sin mapas y sin destino.

Cada noche de luna llena, en ese breve instante en que las nubes la cruzaban hasta apuñalarla, la puerta del carromato se abría chirriante y aparecía el rostro del trapecista buscando el cuerpo cansado en el que derretir su deseo.

Lo amaba; hubiera provocado un caos en el cielo; hubiera construido la escalera más alta para subir a la luna, para observar a lo lejos el embrujo del circo. Quería rajarla, amordazarla para reinventar de nuevo esas noches encarnadas de lujuria.

Una noche de abril llovieron sapos. La tempestad llenó de charcos el terreno del circo. La lona cedió y tuvo que ser suspendida la función.

«¡Buenas noches, déjense llevar por la magia del circo!».

Buscó en las cocheras, en las fauces de los leones, en cada rincón de la gran carpa… Encontró a Teo nadando en un charco, botella en mano. Tambaleándose para salir del fango. Su mujer lo había abandonado. Sus relaciones estaban en boca de todo el mundo, desde el hombre bala a la mujer barbuda. Todos y cada uno de ellos habían puesto en sus rumores su granito de arena para romper el hechizo, para encadenar y devolver al hastío este amor surgido al amparo de cada tarde circense.

—Has arruinado mi vida, no quiero volver a verte jamás —gritó Teo, exhalando vapores de alcohol.

Unas manos temblorosas intentaban acariciar un rostro que solo escupía odio. No recuerda más: su cuerpo en el suelo, olor a ginebra, una cerilla encendida. Intentó zafarse del fuego, pero ya era tarde. Su cuerpo incandescente iluminaba la explanada. No sintió dolor, solo amargura. Su nariz roja. ¿Dónde demonios?

Abrió los ojos. Una habitación de hospital. Un parte médico que anunciaba un setenta por ciento de quemaduras en su cuerpo consumido. Dos meses en una cama con el cuerpo vendado y una llama dentro quizá debida a la ira.

Bajo la máscara blanca sabía que no volvería a lucir una sonrisa. Un rostro inexpresivo, testigo antaño de guiños y sonrisas que se habían convertido en ausencia. Perdió parte de la piel y su nariz, soporte de su apéndice más querido, quedó erosionada, fundida, arrasada…Ni una sola visita. Una maceta de geranios en la ventana y sobre su mano su preciada nariz roja. Creyó haberla perdido para siempre.

—Tendré que comprar una goma —pensó mientras reía amargamente. Una momia blanca con la nariz de un triste payaso.

Pasaron los días, curó sus heridas, pintó su cara de blanco y salió a la calle en busca de su circo querido. Una vasta llanura desierta, restos de serpentinas de colores. La lluvia lo barrió todo. Su perro parece reconocerle. Le olisquea mientras agita el rabo enérgicamente.

—Es por la nariz, ¿verdad pequeño? —susurró el payaso mientras lo acariciaba.

Quizá todo había sido un delirio.

Una tarde me pareció ver a Marco —que así se llamaba— en la Gran Vía, silbando melodías mientras su perro ladraba cuando algún transeúnte arrojaba una moneda. Siempre sospeché que le pinchaba con un alfiler.

—Hoy tenemos para la cena, pequeño.

Ya en la pensión de la calle Luna, delante de un espejo comenzó a desnudar su cuerpo y su alma. Su larga melena alcanzaba a acariciar su ombligo arrugado, su piel era de cartón, su mirada carecía del brillo de la curiosidad. Un solo detalle iluminaba el cuarto: su roja nariz de payaso. Nunca se la quitaba, ni siquiera para dormir. Una noche la perdió, pero esa es otra historia…