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ABSURDOS, ILUMINACIONES Y CONDENAS Ilustración de Cherra Ortega
Aquella mañana mortecina, no recordó tomar la cápsula del recuerdo.
La dejó caer y se deslizó bajo la mesilla de noche, confundiéndose entre los calcetines y la pelusa cuidadosamente acumulados.
Bajó las escaleras del portal con una sonrisa renaciente y el frío de la mañana le hizo observar sus pies desnudos. Cuando quiso mirar atrás había perdido el camino de regreso, difuminado entre la niebla...
Encendió un cigarrillo en el café de la plaza, dos moscas copulaban retorciéndose sobre una gota de café. Pensó en la estupidez humana y en el absurdo del pudor. Somos monos que se creen imprescindibles.
Sobre la acera, junto a la estación de trenes brillaba la aurora de los escombros. Una mujer sorbía grandes tragos de vodka mientras gritaba y zarandeaba a un chaval joven que no conservaba ni un solo diente en su boca marchita.
Una muchacha yacía junto a ellos. Su lánguido cuerpo, sus párpados cerrados... La pareja declaró que llevaba varios días en ese lugar, tumbada en posición fetal, sin hablar, sin respirar...
Había un dato inquietante: su boca esbozaba una amplia sonrisa, una expresión de embriaguez, de placer extremo. Una mueca similar a la que aparece en los rostros de personas que han perecido por congelación. Era una sonrisa sincera que dejaba escapar un mundo de emociones por la boca, que tenía el sonido de fuertes carcajadas, de risas contagiosas.
No tenía pulso. La encantadora muchacha estaba muerta.
Cansada de luchar con sus palabras, una tarde mientras caminaba había decidido echarse al suelo, cerrar fuertemente los ojos y dejarse morir.
Dejarse morir en un mundo que limita la existencia. Que te sentencia a clases de amnesia y resignación. A morir de hambre, de miedo o de aburrimiento.
Nadie le preguntó si quería vivir en este mundo. Drogas químicas y amigos virtuales.
Unos hombres grises retiraron el cadáver antes de que anocheciera, aquella tarde. Sola en la acera.
La chica seguía sonriendo, cada vez de forma más clara y desafiante. Era una risa burlona. El cortejo fúnebre se fue alejando abrigado por un espeso humo similar al hongo que condicionó a Hiroshima para siempre.
La gente en las calles comenzó a susurrar sobre la pálida muchacha.
—¿Cómo había podido abandonarse a la muerte?, ¡qué desafío!, retar a la vida...y aquella sonrisa socarrona...
La increparon, la insultaron. La muchacha continuaba exultante, ajena a las amenazas. Reía con más fuerza.
Una mañana cualquiera fue juzgada ante un tribunal de Conciencia. ¿Cómo es posible que unas personas que han estudiado cantidades ingentes de leyes, que ha memorizado decretos y artículos estén dotados en este mundo absurdo para administrar justicia?
La muerte elegida por uno mismo es delito castigado con pena de muerte. El suicidio es de cobardes porque esta sociedad mezquina hubiera querido matar ella misma al suicida, castigarle ante la necesidad ajena de sangre. Recordarle cada mañana la hora y fecha de su muerte, cuidadosamente elegidas. Disfruta, sueña... El final corre de nuestra parte.
La pálida dama fue condenada a morir ante el aplauso de una multitud encolerizada. Su sonrisa era el eco ahogado de una carcajada ensordecedora.
Se decidió por unanimidad encerrar al cadáver en un calabozo hasta que se consumara su pena capital.
La tarde del dos de mayo, ante el dolor del cristal de una botella rota en la planta del pie, en su cabeza comenzaron a sucederse imágenes de sufrimiento, de agonía y silencio. Recordó entonces a la muchacha blanca, de cabellos largos que yacía en los sótanos de la cárcel.
Volvió a verla de nuevo, la misma expresión, el cuerpo intacto. Sin indicio alguno de descomposición. Su sonrisa se acercaba peligrosamente a la idea platónica de sonrisa. Comenzaba a adquirir una caracterización eterna. Podía escuchar su risa, era terriblemente contagiosa. Acarició su mano congelada y comenzó a reír hasta que su estómago se retorcía de dolor. Se tumbó junto a ella, le acarició el rostro y le comentó entre carcajadas que nunca había estado con nadie tan divertido.
Ella abrió los ojos, unos ojos negros que reflejaban la tristeza de una vida muda de emociones. Ante el asesinato preventivo de su pensamiento libre. Estrechó su mano y le susurró:
—Lucha contra el olvido, yo una vez me llamé libertad...
Contra el olvido. El despertador tiritó en la mesilla y fue lanzado con furia contra la pared.
En la línea uno del metro había un hombre calvo que leía un libro inmensamente grande. Aseguraba que aquel libro se rescribía eternamente. Estaba convencido que leyendo podría calmar a la muerte, ganarle unos pasos. Sentía que iba deshaciendo suavemente la mortaja que ya estaba más que tejida.
Resistía con su libro entre las manos mientras se borraban las palabras que daban sentido a la vida. La libertad, anclada, quedó reducida a un mísero espacio en una nota a pie de página. El amor pereció angustiado. La esperanza solo era esperar. A que algo bueno o malo sucediera y lo arrancara del hastío y le calmara las náuseas.
Un hombre vestido de repartidor de butano, esperaba día y noche junto a una cabina telefónica. Esperaba, muerto de frío, de calor, de soledad y de indiferencia. La indiferencia de unos viandantes que se apresuraban para no perder el autobús. Midiendo los segundos. con un reloj en la muñeca que dicta los latidos.
¿Por qué limitarnos de esa forma? Siempre el tiempo perverso. El reloj de arena que nos asfixia. Vamos a perder un poco el tiempo y de esa forma poder ganarlo. El hombre gris, borracho de furia suspirará y buscará una cama cálida para aplacar su necesidad. Siempre pagando altas facturas.
Con una red de pescar, paseaba por la orilla de aquel río nauseabundo. Esta mañana sólo habían caído un par de carpas y un alma herida. El alma parecía mucho más apetitosa. Con un poco de sugestión y bien aderezado llegaría a ser una comida bastante tentadora.
Decidió no tomarse jamás la pastilla del recuerdo. ¡Invocado olvido! Un olvido constructivo, que permita inventar. Empezar sigilosamente a deshacer la tristeza... No quería olvidar cobardemente, de forma anestésica. Era una nueva forma de recordar.
Comenzó cogiendo el teléfono y llamó a aquella chica de la que le hablaron.
Fue arrancándose poco a poco los cristales de la planta del pie. Había olvidado que caminaba sobre ellos desde hace dos días. Puede que esa fuera la razón del profundo dolor que sentía.
Aquella chica tosía. Tenía los pulmones plagados de nenúfares y su corazón bombeaba la sangre de forma frenética.