BUSCO UN COLOR ESPECIAL
Soy víctima de un comportamiento repetitivo. Acostumbro a apilar objetos compulsivamente. Desobedezco órdenes sencillas y nunca respondo cuando pronuncian mi nombre. Siempre palpo y huelo cualquier alimento antes de saborearlo. Me entretiene observar el mecanismo en marcha de la lavadora o las hélices que giran en el ventilador. Detesto los ruidos estridentes, la música muy alta…
Me apasionan los colores y, en mi limitado vocabulario, tan sólo dispongo de una exigua colección de palabras preferidas. Que articulo con frecuencia y sin fundamento alguno.
—Magenta, Aguamarina, Crema, Añil o Granate.
Una de mis posibles respuestas ante cualquier pregunta.
Padezco un desesperante acoso y humillación por parte de mis compañeros de aula. Sufro síndrome de Asperger, una variedad del trastorno del espectro autista. Ese es, al parecer, su nombre científico. Se trata de una perturbación del desarrollo neuronal. En mi cerebro, las células nerviosas producen sinapsis aleatorias y desordenadas. Por ese motivo aparento ser un muchacho extraño y ermitaño. En los recreos, me aíslo del bullicio y los juegos para ilustrar en un cuaderno el color de los sueños, los pigmentos incomprendidos que colman mis aspiraciones y deseos para el mañana. Sospecho que este elegido destierro provoca recelos en la realidad que me toca habitar, pero escapo de esa afilada certeza evitando mirar directamente a los ojos. Esquivando, con lápices de colores como escudo, una conversación trivial con cualquier compañero del Instituto.
Me considero un tipo valiente que, como cualquier adolescente, sacude sus temores en la intimidad de su cuarto. Pero hoy seré sincero, creo que ha llegado el momento de desnudar mi alma frente a vosotros. Debo confesar que me aterran las tormentas eléctricas. Acostumbro a cerrar los ojos y a cruzar los dedos, preso del temor al contemplar sobre el suelo la agonía de mis creaciones descuartizadas por un rayo cegador. Pero la experimentación científica ha demostrado que, en esta gran ciudad, se trata de una circunstancia inverosímil. Las descargas eléctricas no corresponden, por tanto, mi principal amenaza. Soy consciente de este hecho pero procuro ocultarlo, con cautela, en mi carpeta de dibujos.
Para mi terapeuta, mis fobias viajan temblorosas entre las tormentas y las aglomeraciones multitudinarias. Pero las espinas de esta sangrante inseguridad sólo brotan durante mis exposiciones orales en clase. Los profesores consideran que tenemos que aprender a expresarnos en público y no pueden limitar su evaluación a exámenes escritos en los que la memoria o el atrevimiento para copiar producen formidables resultados. Distribuyen una parte del temario entre la clase. Y la porción que te corresponda, debes interpretarla, aprenderla y explicarla con naturalidad ante tus compañeros. En la asignatura de Historia, pude acariciar la fortuna en el reparto gracias al Impresionismo pictórico. Dominaba el tema en profundidad, pero las noches previas a la presentación, mi descanso se redujo a ridículas partículas de serenidad.
Y llegó el gran día. Fingí estar enfermo para quedarme en la cama pero mi madre conocía las mentiras que solía esparcir en cada sesión con la terapeuta.
—No estás enfermo, simplemente estás acojonado…Pero ya no eres un niño.
Planteé cambiarte de centro pero te negaste en rotundo y, por tanto, ahora debes mirar a tus miedos a los ojos. Gritarles cara a cara. Huir no hará que desaparezcan. Vístete y date prisa, no quiero que llegues tarde.
Ya en clase, la profesora pronunció mi nombre y salí a la pizarra. Preparé los cuadros en de la presentación y agarré sudoroso el guion. Saludé a un público indiferente y opté por comenzar la exposición con el nacimiento del término Impresionismo, surgido tras el despectivo análisis de la pintura Impresión, sol naciente de Monet.
Analicé la impresión que provocaba mi presencia en el aula. Ese desprecio constante que soportaba en el Instituto pudo reflejarse en la luz y en la percepción visual de mis sentencias. Punto y final. Me envolvió un silencio magistral tras esta exposición que fue calificada como extraordinaria por la profesora. Eché en falta algún aplauso, pero la ausencia de las risotadas o los sarcasmos habituales me proporcionaron una fuerza descomunal, desconocida hasta el momento.
Escuché a mi madre y examiné, cara a cara, a todos los hostigadores que amargaban mi existencia así como a sus silenciosos cómplices. Entendí en sus miradas que no era el único. Todos ellos tenían miedo. En el caso de los acosadores, al rechazo, al fracaso, a la invisibilidad o a la falta de afecto. Los observadores preferían contemplar a cualquier otro sujeto como objeto de burlas o violencia física y verbal. Se sentían más integrados en el grupo y debían aparentar normalidad. Tú podrías ser el siguiente.
Aquel día, salí del Instituto y caminé hacia mi casa sin mirar hacia atrás. Me tranquilizó comprobar que mis compañeros de clase no eran monstruos despreciables o crueles esperpentos sino adolescentes frágiles y sobrecogidos por una maleta de absurdos sentimientos con la que no podían cargar. Sentí entonces una mezcla extraña en mis entrañas, un cóctel amargo de lástima y empatía que bebí de un trago.
Adela, la bibliotecaria de mi barrio, esbozó una enorme sonrisa al contemplarme eufórico. Me prestó un libro que tenía escondido hasta que llegara el momento adecuado. Y ese momento parecía ser ahora:
—Saboréalo despacio y toma las notas que precises. Cuando lo termines, habla conmigo. Nada será igual entonces…
¡Qué enorme responsabilidad para este pésimo estudiante!
Me sumergí, con temor, en El curioso incidente del perro a medianoche. Y esta débil complexión se transformó en oraciones negras sobre fondo blanco. Mi alma se había derramado entre las páginas de un libro de bolsillo. En efecto, Adela estaba en lo cierto: nada volvió a ser igual desde entonces.
Terminé con éxito la ESO sin llegar a repetir ningún curso, cursé un módulo de Auxiliar de Enfermería para después acceder a Integración Social.
—Mi biografía es la pintura, una disciplina para la que estoy capacitado. Existen miles de talentos que el sistema educativo no contempla. Y muchos alumnos sufren la insensibilidad de unas frías calificaciones sin emociones.
A todos los que estáis en mi lugar, tenéis el derecho de estar debidamente informados, tenéis la obligación de saltar las piedras y seguir caminando hacia delante. Es nuestra responsabilidad porque somos especiales y nos robaron la felicidad cuando éramos niños. Y no permitiremos que esto vuelva a suceder jamás.